El juicio al otro y los ojos del corazón



Nuestro amigo Rodrigo Nuñez, de Lomas de Zamora, nos escribió diciendo: “Si ustedes dicen que todo ser humano tiene en el fondo un ámbito de bondad, ¿Cómo existen personas que hacen guerras y matan indiscriminadamente, incluso en nombre de Dios? ¿Cómo es posible que, por ejemplo, Bush, tenga bondad, y que de él pueda salir un ser humano bondadoso? Creo, personalmente, que eso es imposible”.

Nosotros creemos Rodrigo que lo que planteás es tan imposible como que del agua podrida surja una flor blanca y perfumada. Y sin embargo, esa es exactamente la metamorfosis que se produce en el caso de la flor de loto. La transmutación del agua podrida genera esta hermosa flor blanca. Con su existencia, la flor de loto silenciosamente nos muestra que el agua podrida esconde la belleza, la blancura y el perfume que ella exhibe. Citamos este fenómeno natural porque el agua podrida, el fango, ese depósito acuoso nauseabundo, puede simbolizar el conjunto de las miserias de nuestro ser, que incluye a las aberraciones humanas -crímenes de lesa humanidad, guerras, homicidios, torturas, violaciones, etc.-, y el loto, el anhelo superlativo de Dios en la concepción humana, su esperanza de amor al generar y sostener a cada segundo nuestra propia existencia.

Uno de nosotros presenció hace algunos años una curiosa situación. En un banco de una plaza yacía desplomado un hombre. Todo indicaba que era un indigente o una persona de muy escasos recursos. Barbudo, con sus cabellos largos, mugrientos y enmarañados que caían sobre su rostro cubriéndolo parcialmente, y con zapatos y pantalones gastados y rotos, reposaba en ese banco completamente insensible al frío de aquella tarde de invierno, mostrando su torso desnudo entremedio de una sucia camisa de jean desabrochada, que colgaba abierta por afuera de sus pantalones. Su tez enrojecida, sus ojos semicerrados, su boca entreabierta con un hilo de saliva que colgaba de ella y la postura de su cuerpo desprolija e inarmónica eran claros signos de su alto estado de ebriedad. Ante semejante imagen, cualquiera de nosotros muy posiblemente podría sentir una sensación de desagrado, de rechazo, quizás de repugnancia. Muchos, incluso, adoptaríamos una posición condenatoria con respecto a un hombre así. Pero he aquí que junto a ese individuo, en ese banco de plaza, se encontraba una niña de unos cinco años de edad. Ella, quien a juzgar por las apariencias muy posiblemente fuera su hija, lo besaba incansablemente, lo abrazaba, jugaba con él tironeándole las orejas y mechones de pelo y se arrojaba encima suyo, aunque el hombre permanecía indiferente a todo debido a su estado.

Avanzando un poco más en este sentido, resulta innegable el hecho de que hasta el último asesino tiene una madre y un padre que lo quieren, que lo aman, al igual que, probablemente, él a ellos, lo cual es una circunstancia muy común. Este hombre o mujer a la vez cuenta con amigos que entienden sus códigos, su “idioma”, y que asimismo lo quieren. Si nos detenemos a considerar el caso de Bush, el presidente norteamericano, sería muy interesante intentar mirarlo con los ojos de sus padres. Y no sólo ahora, con su imagen actual, sino también tratar de mirarlo como lo hacían sus progenitores cuando era niño y a lo largo de toda su vida hasta hoy. Posiblemente este ejercicio le resulte más sencillo a alguien que tiene hijos, pero seguramente todos podemos sospechar o imaginar al menos algo acerca de esta visión de Bush. El amor que sintieron por nosotros nuestros padres cuando éramos niños, y el que sentimos por nuestros hijos cuando son niños, normalmente no se ve afectado por el paso del tiempo ni por las circunstancias que atraviesan los hijos durante el correr de sus vidas. ¿Por qué debería ocurrir algo distinto en el caso de la relación de Bush con sus padres?

Y si nos ubicamos en el lugar de una madre o un padre en situaciones más difíciles, cuando les toca ser testigos de un padecimiento grande de sus hijos, ¿Qué diferencia puede existir en cuanto a sus sentimientos si en un caso el hijo es un criminal y en otro un hombre justo? ¿Influirá en algo la culpabilidad o la inocencia de sus hijos ante la ley? ¿Se compadecerán ellos de sus hijos o los amarán de acuerdo al tipo de personas en que se hayan convertido? ¿Cómo vive una madre o un padre la ejecución de su hija o su hijo en la silla eléctrica, en la horca, en un paredón de fusilamiento o de otra forma cualquiera? ¿Qué sienten ellos al ver a un hijo atravesar tal proceso de muerte? ¿Lamentarán poco la muerte de un hijo a causa de que en vida no fue una buena persona? ¿Y qué les pasa a los hijos, los hermanos y los amigos de una persona a quien le toca ir a prisión o cumplir una condena a muerte?



Si tomamos en cuenta la visión que pueden tener de Bush sus padres, enseguida nos percatamos de que al menos existen dos formas de ver a una persona. O sea que respecto de una misma persona y su comportamiento es posible adoptar posiciones distintas. Ambas posturas realmente son de una naturaleza muy diferente. Cuando etiquetamos a Bush como un ser inhumano, o incapaz de ser humano, lo que estamos haciendo es juzgarlo, es decir, tomamos una posición o actitud interna que consiste en entrar en el terreno del juicio. En la postura del juicio sólo vemos un aspecto de la persona, nos quedamos con una visión fragmentada de ella. Es una forma de ver que se apoya en nuestro intelecto, en la razón, en el análisis. Observamos el comportamiento de una persona, sus acciones, su desenvolvimiento en el mundo exterior, y arribamos a ciertas conclusiones, emitiendo un juicio. En un caso como el de Bush estaríamos observando lo que captan los sentidos, lo evidente, el agua podrida, el fango humano.

Pero nosotros, todo ser humano, cuenta con varios instrumentos internos de visión, de captación del mundo, del universo circundante. El aspecto intelectual, racional, analítico, es por supuesto uno de ellos, pero no es el único. Otro aspecto igual de importante y complementario de aquel para comprender lo que nos rodea es el emocional, al que a veces nos referimos con la palabra “corazón”. El funcionamiento de estos aspectos y las cosas que captan o ven son de naturalezas claramente diferentes. Para ilustrar mejor esto que decimos, podríamos compararlos con el telescopio y el microscopio: con el primero podemos ver los objetos lejanos y grandes, el macrocosmos, en tanto que con el segundo accedemos al mundo de lo muy pequeño, el microcosmos. Si pretendemos observar un planeta, una estrella o una galaxia lejanos, de nada sirve un microscopio, y si necesitamos mirar una célula o un virus, se vuelve completamente inútil usar un telescopio. Cada uno de estos instrumentos fue inventado y diseñado para ver mundos de distinta naturaleza. Con nuestro intelecto y con nuestro corazón pasa exactamente lo mismo. Cuando los padres de Bush ven a su hijo, cuando un padre cualquiera ve a sus hijos, ¿Los miran con el intelecto o con el corazón? Aquella niña que abraza y besa a su padre borracho y maloliente, ¿Lo mira con el intelecto o con el corazón? Seguramente coincidimos en afirmar que en estos casos se mira desde el corazón, desde el aspecto emocional humano. Cuando miramos desde este aspecto interior nuestro no reparamos en el comportamiento de una persona, no medimos sus acciones, sus actos, ni evaluamos su desenvolvimiento en el mundo exterior. El corazón sencillamente siente, ve con sus propios ojos. El intelecto piensa, mide, evalúa, sopesa, y finalmente obtiene una conclusión, un dictamen, emite un juicio. El intelecto es capaz de juzgar, en tanto que el corazón no. El intelecto, la razón, al ver el agua podrida y sucia a través de los ojos físicos, la juzgan como tal y no esperan de ella otra cosa que mal olor y fealdad. El corazón, en cambio, posee ojos capaces de ver el fondo humano del otro y el propio, y por esto llega a vislumbrar la flor de loto que yace escondida, aguardando el momento de surgir del barro humano que la oculta. Es el corazón el que puede esperar y comprender el nacimiento de la belleza, la blancura y el perfume desde las entrañas de un depósito de agua podrida y suciedad.

Adentrándonos un poco más en el mecanismo del juicio, notaremos que cuando abrimos un juicio contra el otro algo ocurre con nuestro ánimo, y es que éste se ve afectado de manera negativa. Al juzgar a alguien nos separamos de él, generamos una brecha, nos alejamos, nos distanciamos, lo cual hace mella en nosotros al colorear nuestro ánimo de manera negativa. Por el contrario, la mirada del corazón nos infunde un ánimo positivo, un ánimo de empatía con el otro, de acercamiento al prójimo, de unión, de compasión, de amor. Esto podemos comprobarlo tratando de estar atentos al color o sabor de nuestro estado de ánimo cuando juzgamos a alguien, y también cuando abrazamos y besamos a nuestros hijos, a nuestros padres o a otro ser querido.

Cuando se juzga a alguien de acuerdo a la ley, y se lo condena privándolo de su libertad o con la pena de muerte, el verdadero verdugo quizás no sea el que ejerce la mayor violencia o ejecuta el castigo, sino el que baja el martillo. Esto nos puede conducir a la siguiente pregunta: ¿Bush es el que baja el martillo o es el verdugo? ¿No será Bush la mano visible de una fuerza impersonal que maneja a los gobiernos y el poder en el mundo? ¿Es posible que Bush sea una especie de títere cuyos hilos son movidos por una voluntad ajena y contraria a los objetivos comunes humanos? A lo mejor, detrás del modelo que apreciamos en una persona como el Sr. Bush, lo que realmente estemos condenando es a un ente de gran dimensión cuyo objetivo es la conveniencia de unos pocos en lugar del bien común universal. Conveniencia relativa, claro, ya que las verdaderas necesidades humanas pueden circunscribirse a unos pocos elementos: salud, distintas formas de amor (familia, amigos, etc.), comer todos los días, un techo bajo el cual dormir y vivir, y una actitud de maravilla por la existencia misma. Tal vez podríamos agregar algunos elementos más, pero no muchos… Seguramente no incluiríamos en nuestra lista unos mil millones de dólares, que es la cantidad de dinero que Estados Unidos gasta diariamente en su lucha contra el terrorismo, lo que tal vez sea un signo de lo erróneo de su modelo social.

Con lo anterior no procuramos sostener la hipótesis de que Bush no es responsable de sus actos, sino más bien emplearlo para destacar el hecho de que posar nuestra mirada sobre un modelo anti-humano, muy fácilmente puede generar en nosotros una animosidad negativa. Pero si finalmente entendemos que nuestra gran tarea en este mundo es alcanzar el brillo de la máxima expresión de gozo genuino humano, por nuestro bien, por el de quienes nos rodean y por la humanidad misma, entonces, ¿Por qué recrear nuestra mente con aquellos elementos que “enfrían” nuestro ser, si no podemos hacer nada al respecto? -en principio no es mucho lo que podemos hacer individualmente contra el monstruo del capitalismo feroz que pisotea todo lo que se le pone delante en su camino de egoísmo a ultranza-. Está bien tomar partido por determinada posición, pero sin avanzar más allá, de manera que nuestro ánimo no se vea afectado negativamente por ello. Uno podría accionar dentro de sus posibilidades contra este modelo norteamericano, pero no con la animosidad que deviene del juicio a otro ser humano. Habrá un momento en el que pueda expresar mi posición socialmente, tal vez en el voto. “Ocuparse y no preocuparse”, como señala el axioma. Nuestra opinión acerca del sistema capitalista tiene su lugar, y es necesaria y hasta útil, pero evitemos que las sumatorias negativas que pululan a nuestro alrededor debiliten y vuelvan agria nuestra alma. No proponemos que en una primera instancia sintamos por una persona como Bush el amor que sentimos por nuestros hijos, pero sí abstenernos de caer en las garras del juicio en su contra. La cuestión pasaría por no permitir que todo lo negativo del mundo nos afecte, pues eso nos va destruyendo progresivamente, socavando silenciosamente nuestro estado de ánimo, nuestro entusiasmo por vivir. Y a la vez deberíamos posar la atención sobre las cosas positivas de este mundo, usando nuestro tiempo de vida en modelos positivos, recreando nuestro ser en ellos, para causar en nosotros el efecto opuesto, que nos conduce hacia un ánimo o actitud positivos.

Vivir este día y cada día de nuestra existencia evitando detener nuestra mirada sobre el agua podrida, para posarla sobre la blanca y perfumada flor de loto que surge del barro hacia la belleza. Tengamos presente que Dios hace brillar el sol sobre todos por igual, sin distinción alguna. Si podemos verlo, en cada persona, inclusive en el Sr. Bush, por improbable que parezca, Dios mantiene su soplo de vida, permite que su sangre fluya, que su corazón lata, que un millón de milagros lo mantengan con salud suficiente para transitar la maravillosa experiencia diaria de la vida.

Esta fantástica condición que cada uno de nosotros ostenta a cada segundo, es señal inequívoca de que el Creador y sostén de todo lo que existe guarda la esperanza de que el amor florezca en nosotros, como la flor de loto que milagrosamente brota desde el barro. No deseamos concluir este artículo sin invitarte a vos Rodrigo y a los queridos lectores a que nos hagan llegar su opinión sobre esta respuesta o el tema planteado, lo que pensamos se-ría de gran utilidad y muy enriquecedor para todos, y nos permitiría continuar dialogando y reflexionando al respecto.


Carlos Feilberg, Mario Torrea, Alberto Colella.